La evolución histórica de las ventanas comienza con huecos practicables en vernáculas edificaciones, más para la ventilación de los espacios que para el aprovechamiento de la luz del día. A lo largo de la historia, el conocimiento en la edificación y los agentes externos (luz, temperatura, protección, etc.), fue dando pie a tener una idea cada vez más clara de la ventana.
Desde la antigüedad, la luz ha sido una aliada imprescindible para el arte de la arquitectura. Ha permitido dar a los materiales, estancias y ambientes otras cualidades, aspectos y efectos que el arquitecto consigue conscientemente a través del manejo de la luz natural. Así, dicho empleo cualifica el espacio arquitectónico, le da intensidad y produce emociones en el hombre. “La luz y las sombras revelan las formas” decía Le Cobusier.
Con la invención y empleo de la luz eléctrica a comienzos del siglo pasado, los arquitectos y proyectistas fueron perdiendo los conocimientos acerca de la luz natural. Debido a esto y al desglosamiento del proyecto en diseño, acondicionamiento térmico, instalaciones técnicas y estructura portante, se perdió el concepto integral de espacio y luz, imponiéndose una concepción física de las soluciones técnicas.
En la construcción de templos religiosos, llenos de simbolismos, la luz consagra el espacio, por lo que, para el arquitecto, la iluminación es un elemento decisivo. Jesús dijo “yo soy la luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
Así, en edificios como la iglesia y parroquia de Santa María Madre de la Iglesia, en el barrio de La Almozara de Zaragoza, la luz es un elemento esencial, ayudado por la utilización de marcos de ventanas de aluminio que permiten con secciones de escaso ancho, la máxima iluminación.
La carpintería de aluminio de dicha obra fue confeccionada e instalada por el taller GLASTECH, con la serie de rotura de puente térmico de ITESAL: la IT-45 RPT.